
Mi Nochevieja era enredarme con las serpentinas de colores en los zapatos Gorila. Las uvas que madre mandaba comprar en la frutería de enfrente, junto a la casa grande que decían había sido de un duque muy rico. De eso hacía ya mucho tiempo. Los descendientes del noble y la casa se fueron arruinando hasta convertirse en una casa de vecinos con un servicio por planta. Con los niños que vivían allí jugábamos en la plaza sin preguntarnos el apellido. A todos nos dolía igual la tibia si alguno fallaba con la pelota. (Entonces no había dinero para balones). Mi Nochevieja era una nariz roja de payaso. Un matasuegras desafinado que sonaba como el pito del afilador. Aquel hombre que se colocaba, en el cruce de la calle Santa Ana con la calle Jesús del Gran Poder, con una bicicleta quieta que pedaleaba al revés. En la radio sonaba “La yenka”, una canción que hizo furor entre los que eran jóvenes en los años sesenta. Se bailaba dando saltitos, derecha, izquierda, delante, atrás. Como una buena metáfora de la vida, siempre se acababa en el mismo sitio. Luego la Piquer le arrancaba unas lágrimas a madre que canturreaba: “Y oyendo esta música. Allá en tierra extraña. Eran nuestros suspiros. Suspiros de España”. Mi Nochevieja de niño era el frío, y la noche larga y la jarana que venía de la calle. Te acostabas muy tarde como si fueras una persona mayor. Y antes de dormir te preguntabas si la gente era feliz o fingía serlo. La gente es muy teatrera, decía madre secándose las humedades de la cocina en el delantal blanco. En mi Nochevieja, padre, tomabas con parsimonia las uvas sin el vértigo de velocista que imponían las campanadas. En mi Nochevieja la suerte era que estuviéramos todos, sin regates del destino, sin infortunios. Si acaso el deseo de que tocara la lotería del Niño que en la de Navidad había tocado el número de la salud. El conforme más socorrido del mundo.
Escuchando la radio, de niño, soñabas con Nocheviejas de ensueño. Música, cadenetas, gorritos plateados, champán, confetis. Y luego con el tiempo irías. Y fuiste y no hubo nada. Si acaso un ruido de hojalata. No es verdad que más sabemos mientras más tiempo estamos. A lo mejor lo único que hemos hecho es olvidar toda la sabiduría que teníamos de niño. No te gustaba, padre, el baile, ese desafío frívolo a la gravedad. Solo te interesaba el flamenco, cuando un hombre, una mujer, zapateaban, con compás, la corteza del mundo. Luego creció uno. La primera Nochevieja que fuiste mayor hacía un frío de pingüinos. Allá que te fuiste, sin miedo, la chaqueta de espiguilla, quizás la camisa de cuadros, el pantalón vaquero. Ese afán de no ser pequeñoburgués, aunque lo fueses. Ibas camino del guateque adolescente como John Travolta a la pista de baile. La primera Nochevieja que salías de casa solo. Cuando llegaste a aquella casa de Heliópolis, Cenicienta se había ido antes de las doce. Si acaso tomaste un sorbito de champán con los Brincos. Si acaso tiraste del hilo de seda de la noche con los Pekenikes y te contorsionabas, a la moderna, cuando sonaban los Credence. Una hermosa adolescente te preguntó quién eras. Callaste porque aún no lo sabías. Sonaba “Cecilia” de Simon y Garfunkel. Tomaste el primer vaso de ginebra que hizo estallar en pedazos, ay, el cristal del niño. Feliz Año Nuevo, te dijo ella.
Que nieve mucha paz en Ucrania y Gaza. Que tengáis mucha salud y felicidad en el año 2024.

