
En el Colegio de Abogados de Sevilla hemos celebrado una junta general extraordinaria para decidir qué denominación tendrá de futuro la corporación y democráticamente hemos resuelto, por abrumadora mayoría, que continúe con su nombre histórico y no cambie a la denominación colegio de la abogacía.
A pesar de que la convocatoria lo era en fecha y hora complicadas y además con muy altas temperaturas, a la sede colegial acudimos más de trescientas abogadas y abogados con magnífico ambiente de compañerismo y la alegría de vernos en un acto colegial histórico (denominación y nuevos estatutos), dispuestos a votar cada uno según nuestro personal parecer. Saludé a muchos y nadie habló del sentido del voto: la abogacía sevillana no ha sido nunca un colectivo permeable a las consignas.
Así decidimos por abrumadora mayoría, quizás cercana al setenta y cinco por ciento, que nuestra institución continúe denominándose Colegio de Abogados como desde su creación. Un fuerte y prolongado aplauso refrendó el resultado que evidenciaba, según el parecer generalizado del colectivo, la inexistencia de razones para cambiar el nombre. Esa tan cualificada mayoría garantizaba que tantos no podíamos dejar de acertar.
Mi sorpresa vino después, al comprobar que algunas de quienes no ganaron la votación se resisten a aceptar el claro resultado, aduciendo en redes sociales y otros medios razones cuanto menos peregrinas.
En primer término han proclamado ser feministas y defensoras de la llamada ideología de género, cuando aquello no era cuestión de feminismo o no feminismo sino sencillamente una consulta sobre la preferencia personal de cada profesional. Estábamos en un colegio de abogados y es claro que se confundieron de espacio al actuar en clave feminista.
Con base en esa declaración ideológica nos han reprochado a los mayoritarios un supuesto posicionamiento a favor de lo que ellas llaman el “patriarcado dominante”. Me cuesta entender que tiene que ver ese concepto con lo allí dilucidado, al igual que a ellas les debe costar trabajo entender algo básico: que en democracia hay que convencer, respetar el derecho de todos a votar y luego ganar en el escrutinio.
Pero lo que más me ha dolido es el reproche públicamente hecho a las muchas compañeras que votaron a favor de mantener la denominación histórica. Se ve que a las minoritarias les interesa la “memoria histórica” de corto alcance, pero no la historia de una institución creada por los abogados en 1706. A aquellas colegas las han tachado de padecer el síndrome de Estocolmo. Olvidan que entre esas letradas había muchas con más de cuarenta años de ejercicio profesional, enorme personalidad y prestigio, que han sido las verdaderas pioneras de la situación actual donde el censo es ya paritario. Ellas jamás se han sentido en plano inferior que los varones, abrieron camino en una España muy diferente y nunca se quejaron de discriminación o desigualdad, ni en su colegio ni en la profesión. Me lo repiten muchas de ellas, verdaderas aladies de la abogacía femenina y siempre orgullosas de pertenecer a su colegio de abogados.
Por lo demás aducen erróneamente que el cambio de denominación es obligado a virtud de las leyes igualitarias y no debió someterse a votación. Parecen ignorar que el artículo 36 de la Constitución exige el funcionamiento democrático de los colegios profesionales, como es lógico en un estado de derecho. El verdadero problema está en que a algunas de ellas les gusta imponer sus ideas y al parecer les desagrada la democracia. Menos consignas y más respeto a las decisiones democráticamente adoptadas. Precisamente por ello este asunto no ha sido cuestión tan baladí como inicialmente pudiese parecer.
Los abogados nos hemos pronunciado con rotundidad en nuestra votación y tengo la firme convicción de que hemos abortado un asalto ideológico a la institución profesional común, que nos pertenece por igual a todos los que ejercemos la abogacía con independencia de nuestras opiniones políticas o preferencias ideológicas.
José Joaquín Gallardo es Abogado

