Mientras más subes las rampas de la Giralda, más cerca te hallas del centro de gravedad de Sevilla. Es una de las proporciones a la inversa de esta rara, extraña y única ciudad. Pero es también la metáfora del espíritu humano, que se encumbra a medida que eleva su situación moral. Rogelio Gómez me ha invitado a poner los pies en la planta inmediatamente superior a la de las jarras de azucenas. Alucinante, que dicen ahora. En tiempos pasados se podía hacer esto, el tope de la visita a la Giralda acababa ahí, igual que hoy termina en el cuerpo de campanas. Yo tengo fotos de mis padres posando en el lugar donde ahora me he encaramado yo. Y conozco una magnífica colección de diapositivas en color de don Miguel Royo, aquel catedrático de Civil de nuestra Facultad de Derecho, que contiene vistas de Sevilla desde donde ahora las he tomado yo con video.
Rogelio Gómez, restaurador y mecenas de las Lágrimas de San Pedro, me ha facilitado todo lo necesario para que por este año y como ocasión excepcional, haya dejado con mi cámara el testimonio de los toques desde el altísimo lugar de la famosa torre, nuestro mayor símbolo. Ha tenido que hacerse ahí porque la zona tradicional, donde las campanas, está llena de andamios con otra restauración.
Subir esa noche a la Giralda es una impresión que describo cuesta arriba, nunca mejor dicho. Es una cura de humildad para quien ha escuchado muchas veces que escribe muy bien. ¿Seguro, seguro que escribo tan bien? ¿Qué palabras tengo para contar esa noche? ¡Ay, Rogelio! Si todos los sevillanos -que ya sé que no- pudieran conocer lo que me has hecho conocer a mí, otro gallo de San Pedro cantaría para ahorrarme el esfuerzo inútil de expresarlo. Porque antes de que ese gallo cantara por tercera vez, ya me habían sacudido a mí varios escalofríos.
Lo más grande de esos momentos no es Sevilla en altura, sino Sevilla en anchura, lo grande que hay que tener el corazón para que te quepa eso. Eso que va desde el caserío más bajo y antiguo hasta las lejanas barriadas de los altos bloques. Eso que desde arriba dibuja carteles de primavera de Juan Roldán de azucenas de Giralda con torres de Plaza de España. Eso que desde el pretil te pinta lienzos taurinos de Escacena uniendo los arcos de La Maestranza con los del puente de Triana. Eso que esboza perspectivas de espadañas juntas como si el espacio fuera un libro de Calderón Quijano. Eso se llama Sevilla y se la metió entre pecho y espalda un montañés. Y subir esa noche a la Giralda con los clarineros de la Banda del Sol, es estar invitado a ver el mejor beso de Rogelio a Sevilla. Las amargas lágrimas de un hombre llamado Simón han fecundado, al cabo de veinte siglos, la inmensa felicidad de otro.
El llanto puede oírse. Se derrama al aire. Yo no sé contarlo tanto como los demás se creen. Y te doy las gracias, Rogelio, porque en una ciudad esquiva y más difícil de lo que la gente se piensa, me has dejado meter los dedos en una de las llagas de Sevilla.