Si yo me había percatado de algo dentro del mundo de la música, era de las enormes dificultades que habría de ir superando para avanzar por un planeta -el artístico- plagado de obstáculos. El Soto lo define muy bien en su canción Cuando vuelva a Sevilla en primavera. Le basta una palabra: selva. Y realmente hay que adentrarse por ella a golpe de machete, como el que aparta salvajemente la maleza que te impide hacerte poco a poco tu propio camino.
Además, cuando iba a grabar mi primer disco, yo pisaba en realidad por segunda vez el árido territorio del espectáculo. Ya lo había hecho anteriormente, con poco más de dieciséis años, teniendo que abandonarlo con las manos vacías al no conseguir que una compañía discográfica apostara por mí.
Así que cuando llegó el momento y, sobre todo, cuando apareció Leticia Casellas para rodar con ella el videoclip dirigido por Federico Casado, yo tenía ya colocado en mi cabeza algo así como el cerebro de un boxeador para enfrentar adecuadamente su combate. Llevaba una mentalidad de lucha, con orejeras para no mirar hacia otra parte que a mis objetivos. Y ahí comencé, justo con Leticia, a darme cuenta de hasta qué punto me estaba convirtiendo en algo así como el guerrero del antifaz. Empecé a advertir, muy preocupado, que el artista se estaba comiendo a la persona. Y fue el inicio de mi contrariedad. Lo explico.
Leticia interpretaba el amor que estaba escrito en mi canción. Y en una escena determinada nos teníamos que abrazar; vamos, que la tenía frente a frente: aquella cara, aquellos ojos a la escasa distancia de unos centímetros de los míos, las manos que hacía deslizar hasta su cintura Y yo nada de nada, que no sentía, que no me impresionaba. Yo con el pulso perfecto, el de un notario firmando actas, sin un temblor, sin afectarme por nada físico. Interpretando. Yo en artista, se acabó. A lo mío: a mis sacrificios, a mi entrega, a mi vocación que parecía sacerdotal más que de cantante. Y aquello me contrariaba. Percibía en mí una rara naturaleza que me blindaba ante una bellísima mujer de dieciocho años digna de conmover. Descubría en mis instintos una extraña mutación que obraba la profesionalidad, ¡la dichosa profesionalidad! Y me decía por dentro:
-¡Dios! ¿Qué me pasa? ¡Si llega a ocurrirme esto hace unos años! ¡Si llego a tener así entre los brazos a semejante monumento!
Ni por ser un rodaje comprendía tanta asepsia por mi parte. Si nunca había creído que en las secuencias de amor los actores no sintieran nada, desde luego empezaba a cambiar de opinión mirándome a mí mismo, sin unas décimas siquiera de fiebre. Pero así fue.
La experiencia me enseñó que hasta los ojos más bellos de una muchacha, podían aguantarse desde la mirada de un hombre sometido a la lucha titánica del mundo artístico.
Por lo demás, la escena que está en la foto, rodada en el Parque de María Luisa, fue divertida y provocó una de las anécdotas que más hemos recordado todos. Y es que Leticia me sobrepasaba en altura; Leticia estará por uno ochenta o por ahí. Federico decidió que estéticamente había que resolver este problema. No sólo pretendía igualarme en estatura con la modelo, sino superarla. Trincó en el acto, no sé ya de dónde y creo que por inspiración de Clark Gable con Escarlata O´Hara, un cajón de cervezas y me subió encima. Estaba pegado a Leticia cuando pasó uno de esos típicos carruajes de caballos con turistas y el cochero, desde el pescante, me espetó:
-¡Tío! ¡Hay que ser más alto!
Pero para altura ya estaba la de Leticia, sobre todo en grandeza humana. Asombrosamente inmóvil en su belleza de dieciocho años -y más si cabe-, el tiempo me la ha devuelto en amiga extraordinaria a la que quiero muchísimo y ella a mí. Siempre le estaré agradecido a que pusiera sus increíbles ojos de cielo en mi canción y entrara, con sus propios pies, en los sueños de un cantante que salvaba miles de dificultades, incluida la de su belleza.