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Jose Maria Javierre escribe de Manolo Ramirez Fernandez de Cordoba en ABC

hace 16 años
Gente

Mi problema contigo es otro: Hace ya ¿cuatro meses? nada sabemos de ti, Manolo Ramírez, acostumbrados como nos tenías a encontrarte cada mañana en el recuadro de tu periódico.

A los cristianos viejos, el librito de rezos cotidianos nos exhortaba a recitar frecuentemente el «ejercicio de la buena muerte»:

He de morir, pero no sé cuándo; he de morir, pero no sé dónde...

Así, hasta cinco minutos: suficientes para acercarnos los versos de Jorge Manrique, nuestras vidas son los ríos, y eso.

Joaquín Illanes, andaluz cabal del Aljarafe - experto en vinos, en aceites, en fincas, de secano o de regadío, buen jinete, taurino, rociero cabal, quinteriano- , jamás se acostó de noche, alcanzados los setenta de edad, sin arrodillarse ante la cama y recitar el ejercicio, «he de morir pero no sé cuándo».

Joaquín, a sus treinta, casó con María, muchacha devota normal. La noche de bodas, el marido ante la cama dijo a su mujer:

María, de rodillas; rezamos ahora el ejercicio de la buena muerte.

Ella, espantada:

Joaquín, por Dios, ahora no, es nuestra noche de bodas.

Sí, ahora, como todos los días: He de morir...

Joaquín, ¿No podemos dejarlo para mañana de día?

Imposible pararlo: «No sé cuándo, no sé dónde; Señor, misericordia...»

Rezaron, de rodillas ante el lecho nupcial. La verdad, el ejercicio de la buena muerte les trajo efluvios benéficos, vivieron todavía medio siglo...

Mi problema: Manolo, qué es de ti.

Sueño con tertulias donde dialogaré con mi hermano Antonio, contigo, Platón, Rilke, Carande, Cernuda, Graham Greene, Romero Murube, también Eloisa y Pedro Lombardo, Tomás de Aquino, Báñez, incluso Ratzinger cuando sea su hora. Entonces sabré qué es de ti. Ahora ¿qué?

Pregunto a la teología católica. Pero: Al final ¿qué? ¿Gran cosa? Ni la filosofía ni la teología; acierta quizá Slavoj Zizek: ofrecen problemas, no soluciones.

Los teólogos vuelcan la capacidad racional de nuestra inteligencia humana sobre verdades reveladas en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Intentan deducir conclusiones. Alcanzan hasta donde alcanzan.

Para el discurso teológico católico existen áreas perfectamente definidas; la separa una línea insalvable: los territorios acotados a la naturaleza y los territorios de la revelación. De mi juventud conservo íntegra una fórmula impagable, sintetizada por Garrigou- Lagrange: «Acerca de la existencia y de la esencia de los misterios absolutos de Dios, la mente creada solamente sabe y puede demostrar al margen de la revelación que no sabe ni demuestra nada». Vale la pena repetir en latín esta fórmula de Garrigou, suena como las monedas de plata de ley sobre el mármol de la barra del bar (Mens creata, de absolutorum mysteriorum existencia, essentia et revelatione, dumtaxat scit et demonstrat se nihil scire et demonstrare posse).

A tu mujer y tus hijos, a tus amigos, a quienes te hemos querido, la fe cristiana ofrece una garantía: Te has ido al cielo. Nada menos... y nada más. Porque el cielo «pertenece al territorio sobrenatural»; así que «la mente creada», nada de nada.

Cielo significa eternidad, sin tiempo ni espacio. Nuestras percepciones aquí, material imprescindible para la manipulación cerebral, están contenidas «dentro» del tiempo y del espacio: Somos «aquí» o «ahí»; somos «ayer, hoy o mañana». Es decir, somos extensos, una parcela de espacio y unos momentos de tiempo. Sin las referencias de tiempo y espacio, nada imaginamos ni entendemos.

La eternidad, el cielo, carece de extensión temporal y ubicable. Así escapa a nuestra impresión. Faltan sensaciones sobre las cuales elaborar ideas; por tanto también palabras, para que entendamos cómo es la eternidad donde te hallas.

Sabemos que «eres», ignoramos «dónde», ignoramos «hasta cuándo». Por eso los últimos papas han recordado que los lugares escatológicos, infierno, purgatorio, cielo, no son lugares; carecen de extensión, por tanto les falta localización. No son «lugares».

Nada sabemos de ti desde que te fuiste: carecemos de las coordenadas necesarias para encuadrarte, una vez que pasaste del tiempo y del espacio a la eternidad. Entraste en la nueva dimensión, a la cual se llega cabalmente atravesando la muerte.

Así no pregunto «dónde» estás, solo digo que no sabemos de ti. Los alemanes llaman a este conjunto «die lezte Dinge», las cosas últimas. Escatología, en español.

Ni «dónde» ni «cuándo», solo sabemos que «eres». Incorporado a la eternidad de Dios.

Estás con Dios, sin lugar ni tiempo. Esta teología católica supone la fe, sirve para quienes tenemos fe. Porque la «mens creata» llega hasta sus arrabales, los concilios han afirmado que la existencia de Dios podemos alcanzarla mediante la razón natural. Y apenas nada más: Por la fe hemos recibido las enseñanzas de Jesucristo y los impulsos del Espíritu Santo. Los pasos posteriores rebasan la potencia de la «mens creata».

Algunos terrícolas, movidos por energías especiales, han osado entrar a tambor batiente más allá de la línea trazada por Garrigou: Por ejemplo, Francisco de Asís despatarrado sobre el monte Alverna donde se le imprimieron las llagas del Señor Jesús. Por ejemplo, Juan de la Cruz, fiado de Dios, colgado de Dios.

Unamuno envidiaba la aventura espiritual de fray Juan de la Cruz. Ortega y Gasset la desestimó, porque a don José le ponían nervioso los tanteos místicos, la osadía de quienes pretendían avanzar más allá de las circunvoluciones cerebrales. Unamuno y Ortega tuvieron una bronca sonada a cuenta de fray Juan. En cambio, Eugenio d´Ors lució su ingenio pagándole con un título al santo fraile sus trabajos como guía: llamó a fray Juan «el sereno de la mística». Más de una noche he sonreído estos años viéndomelo, a mi fray Juan, arremangado el hábito y farol en mano por los senderos enmarañados entorno al «Monte».

A fray Juan de la Cruz no le interesa el discurso teórico, no trabaja una reflexión científica sobre los datos de la revelación: a él lo que le importa es dar una respuesta vital, existencial, a la «Oferta» de amistad presentada por Dios. Hoy en nuestros días tenemos relleno el amor con amasijos de sexo y sentimentalismo: casi solo pronunciar la palabra nos ponemos en guardia, causa cierto sonrojo. Ortega denunció cómo el estudio del amor no puede reducirse «al que sienten unos por otros, hombres y mujeres»: El tema es mucho más vasto, Dante creía que el amor mueve el sol y otras estrellas. Fray Juan supo, está en la Bíblia, que Dios es amor, y que a Dios el amor le mueve misteriosamente hacia nosotros aguardando amorosa respuesta.

Aquí nace la aventura de Juan de la Cruz, su hazaña mística: Hasta qué límite, hasta qué frontera puede un ser humano responder en esta vida temporal a la oferta amorosa de Dios, sin despeñarse por la pendienteiluminista de las visiones y los éxtasis. Es decir, dentro del área acotada por las virtudes teologales. Siempre a la vista el límite marcado por la naturaleza de la «mens creata».

Nosotros «aquí» sabemos, Manolo, que el bautismo dota nuestra existencia humana de un latido superior: Sobre nuestro ser natural ha entrado en juego la Presencia divina, abriéndonos a un diálogo misterioso más allá de las referencias temporales de nuestro entorno.

A Luis Cernuda, en sus preguntas de «Ocnos» le dijo «el pájaro muerto» que no existe Dios. El poeta comentó solamente: ¿Y cómo existo yo? Juan de la Cruz echó a caminar por esa ruta escondida que lleva al corazón de los secretos: descubrió una cosa importante, poniendo patas arriba nuestros razonamientos. Lo cuenta en esta frase, resumen de su pensamiento, escalofriante resumen:

Es un deleite grande conocer las criaturas por Dios y no a Dios por las criaturas.

A mí me ha maravillado esta coincidencia de Cernuda con Juan de la Cruz, a muchos amigos míos les producirá un sarpullido. A primera vista nos permitimos el lujo de preguntarnos si será cierto que «por existir nosotros» existe Dios: cuando la verdad está en la observación de Luis Cernuda: quizá yo ni exista, la Verdad es la Otra, es El. Ambos Luis y Juan no miran desde las criaturas a Dios, «ven» la creación desde Dios, de El vienen los puñados de la luz.

Muy ufano, dijo el otro día con letras gordas en un periódico cierto novelista que se considera famoso: «Hoy he decidido que no creo en Dios». Me acordé de Cernuda y con retranca comenté:

Qué disgusto se habrá llevado Dios.

Hay chulos sueltos por el mundo... Claro que puede una persona sentirse y declararse «atea». Pero de veras, sin candilejas.

En resumidas cuentas, Manolo, ignoramos qué es de ti luego de tu muerte, pues la eternidad no te ha ubicado ni espacial ni temporalmente. «Eres», sin tiempo y sin espacio. Eres, «no estás».

Eres con Dios, existes en la eternidad del cielo.

O sea, feliz.

Ojú, felicidad: vaya laberinto la de aquí; la felicidad que los terrícolas anhelamos, apetecemos, buscamos. ¿El cielo? Si no falta quien se diga feliz con participar en una botellona...

Los físicos de nuestro tiempo aplican instrumentos y ecuaciones al cielo tangible - tangible para los científicos- : Nos dejan boquiabiertos.

El cielo de la fe, de la revelación cristiana, felicidad rebasada la muerte, significa en docenas de pasajes bíblicos, llegar hasta Dios, soberano Señor del cosmos y sostén de nuestra sangre humana: al encontrarnos con El, padre misericordioso, alcanzan plenitud nuestros anhelos de amor, de amistad, de belleza, de bondad. Participaremos, según la promesa, de los bienes, total y establemente. Según Boecio la felicidad no alcanza un placer aislado y pasajero, lleva consigo estabilidad, permanencia. La justicia y la misericordia de Dios se cumplirán en nosotros.

Desde aquí nos ocurren dos limitaciones a la comprensión del misterio.

La primera: que el arranque de «las cosas buenas» que nos pasan exige una experiencia sensitiva: Solo a través de los sentidos hallamos caminos hacia la felicidad. Así rebajamos su condición, la identificamos con los sentimientos, con el sexo, con el oropel de aplausos, con el ejercicio del poder: Al margen del valor real y de la honestidad de estos que consideramos nuestros bienes. Amigos conozco dispuestos a renunciar al cielo si allí han de limitar sus experiencias sexuales. Sería un aburrimiento, comentan como en broma; pero sé que piensan en serio: La justicia, la belleza, el bien, la verdad... ¡abstracciones vacías!

Limitación del otro costado: Encontraremos a Dios, le veremos «cara a cara». Ocurre que desconocemos el ser de Dios, incapaces de imaginar su grandeza: La «idea» de El que los pensadores nos transmiten responde a «negarle limitaciones»; falta de contenidos positivos. «No es» temporal Dios; ni limitado. A mí me impone tanto su nombre que como piadosos pueblos antiguos utilizo frecuentemente nombres paralelos al «santo nombre de Dios». Por ejemplo, el Señor.

Ocurrido el misterio de la Encarnación, eje de la revelación cristiana, Jesús, el Verbo Encarnado, Dios de Dios, Luz de Luz, favorece nuestro contacto: Jesucristo es el Reino, es el cielo, está a nuestro alcance.

Nadie como Dante ha descrito los momentos escatológicos, fabulosamente coloreados por Luca Signorelli en el Duomo de Orvieto. Por cierto, cuánto me complacen cuando los azotes de Dante pasan de seglares, güelfos o gibelinos, a jerarcas eclesiásticos corruptos...

Me queda comentarte, Manolo, la última esquina del problema provocado por tu marcha.

En pocas palabras: el estado intermedio, rompecabezas para teólogos sean protestantes sean católicos. También filósofos; recuerdo cariñosamente los comentarios de Xavier Zubiri.

El reino de Cristo, tu cielo, nuestro cielo, lo predicó Jesús como presente y futuro: A cada persona nos alcanza en el instante de la muerte; a la creación entera cuando se cumpla el juicio final, el encuentro definitivo, llamado «eschaton» por los expertos. Has muerto tú, moriremos todos: ocurrirá el «eschaton», uno a uno y colectivamente.

Mientras llega el final colectivo, ¿qué ocurre con quienes habéis adelantado la partida?

Pasáis al cielo, naturalmente.

Pero, pero... ¿quién pasa, tú, o tu alma?

Tocamos el nervio del asunto, agudizado con el lenguaje filosófico griego aplicado durante siglos por las Iglesias al contenido revelado: Si tu alma suelta, y separada del cuerpo, ella inmortal, pasa al cielo, ¿quién se ha salvado, tú, o tu alma, que dejó abandonados en la tierra tus «despojos» mortales? ¿Cuándo y cómo se realizará el encuentro de ambos elementos para que al cumplirse el «eschaton», hayas resucitado tú completo?

Siglos llevan los filósofos quebrándose la mollera para desentrañar el consorcio de los dos elementos en la unidad del ser humano. Forma y materia, alma y cuerpo...

Una opinión tradicional supuso que las almas, ocurrida la muerte, quedan «salvas», a la espera de la resurrección del cuerpo cuando suceda el «éschaton».

En mayo de 1970 presencié en la universidad Gregoriana de Roma la defensa de una tesis acerca de este asunto: El teólogo asturiano Ruiz de la Peña, hoy desgraciadamente fallecido, removió aguas tradicionales denunciando la tajante dialéctica «tiempo- eternidad»:El hombre que muere sale del flujo ininterrumpido de su existencia terrena, el tiempo; y entra en un nuevo modo de duración cuya naturaleza no podemos precisar porque atañe a un género de vida del que no tenemos el menor atisbo: el tocante a la persona «corpóreo- espiritual» glorificada.

Zubiri, expresando su acierto habitual de léxico, explicaba que la persona no es ni cuerpo ni alma, es «animación». Hace siglos Tomás de Aquino dijo algo semejante...

Ruiz de la Peña echó su piedra en el estanque, removió las aguas: El tema ocupa miles de páginas en los tomos ilustres de la teología, incluido Ratzinger, entonces cardenal prefecto de la congregación de la Fe. A pocos años de su tesis, Ruiz de la Peña se ganó un palmetazo vaticano.

Tu testimonio actual nos vendría de perlas, Manolo: ¿Te afecta el estado intermedio, la resurrección a medio cumplir, con tu alma «suelta» y tu cuerpo «a la espera»?

Total, querido Manolo Ramírez: apenas sabemos qué es de ti. Sabemos algo sustancial: Que no sabemos nada; nos falta hueco en la tira extensa del espacio y del tiempo, «estás más allá».

Tengo contigo un problema; pero temporal, extenso, localizado.

A ti, en cambio, te cubre la bondad del Señor Jesús, Hijo del Padre Misericordioso.

Nos veremos, confío.

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