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Cuento: Leticia y los fantasmas

Soledad Vargas
hace 17 años
Cartas al director

El hombre serio

A veces, cuando el hombre serio te mira, sientes que algo se transforma en tu interior. Es como si, de repente, un carámbano helado cayera fulminado por un rayo de sol. Como ese olor a tierra húmeda que acompaña a la tormenta, capaz de despertar recuerdos lejanos que nos provocan una nostalgia salvaje… Así es su mirada. Su voz es suave y sus palabras educadas. No es fácil desanimarle. Tampoco hacerle reír. Vive en ese terreno abstracto de las personas pacientes y previsoras. En un universo inalterable en el que los cometas no cambian su rumbo, en el que todas las distancias han sido medidas. Todos los acontecimientos pronosticados…

El hombre serio, mi padre, me da de merendar pan con mantequilla. Me deja echarle azúcar, toda la que quiero. Le importa más mi sonrisa que mis dientes. Cuando me lleva de paseo, me sujeta la mano con precisión. Su mano me da seguridad; no me habla de cosas fáciles pero sí del cariño que derrumba murallas y rompe fronteras. Veo a través de él el mundo y, sin ser un lugar fácil, intuyo que será, en ocasiones, esplendoroso.

Por las noches, mientras duermo, sé que se acerca a mi cama. Con la yema de los dedos roza mi pelo, mi mejilla y, como no sabe sonreír, se lanza de cabeza a un pozo de ternura.

La esposa envidiosa

Limpia las ventanas, por dentro, por fuera, por dentro, por fuera.

Separa las lentejas: buena, buena, mala, buena, buena, buena.

Saca brillo a los zapatos, uno, dos, uno, dos.

Quita el polvo con el plumero y canta: “si yo fuera rico, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, dubi, da”.

Friega los cacharros y la espuma dibuja pulseras de jabón en sus muñecas.

Limpia la taza del cuarto de baño y, cuando tira de la cisterna, el agua se lleva sus ilusiones. Caen por la cañería, en una catarata que retumba contra el tubo de PVC.

La esposa envidiosa sufre, no tanto de su envidia como de su incomprensión. Ella envidia a Leticia, su suegra. Pero ¿qué tiene esa mujer que envidiar? Es vieja, pequeña, analfabeta y usa delantales. Pasea por el pasillo con sus zapatillas gastadas y murmura cosas que nadie entiende. Quizás hasta esté un poco loca. A la esposa le gustaría que Leticia se fuera a vivir a otro sitio, que les dejara en paz. Claro que la casa en la que viven es de ella pero ¿para qué están las residencias de la tercera edad?

A veces se siente cruel y empieza de nuevo a limpiar. Ahora las lámparas. Mira que cogen polvo... Moja un trapito en agua con amoniaco y limpia con atención cada una de las lágrimas de cristal de la lámpara del salón. Uno, dos, uno, dos. La luz atraviesa las lágrimas y despierta sus colores, dormidos bajo el polvo. Qué diferencia... Brillan como nunca lo harán sus ojos.

La abuela

Mi abuela se llamaba Leticia y era una mujer pequeña y dulce. Recogía su fino pelo cano en un moño y vestía como lo hacen las mujeres de los pueblos: de luto riguroso. Nunca la vi vestir de colores. Nunca le pregunté si tenía un color preferido. Delantales negros, faldas negras, blusas con botones labrados, también de ese color. Pero nunca olvidaré la vivacidad de sus ojillos de miel, su piel arrugada, envejecida pero suave, con cierta textura parecida a la cera. Sus manos eran un campo arado, un valle surcado por mil ríos, grietas en un suelo desértico... Pero a la vez eran mi guía, mi puente y mi salvación.

Recuerdo mi cuerpo de niña apoyado contra ella, las dos de pie, en el centro de la cocina. Sus manos sobre mi cabeza. Mi cabeza sobre su regazo. Si ella hubiera sido un árbol, habría escarbado un agujero en su interior para pasar el invierno. En primavera me dejaría mecer por el viento subida en sus ramas. Su espacio sería el mío. Deseaba compartir su geografía e historia.

La presentación

Mi madre y mi padre se conocieron y se enamoraron. A ella le gustaban sus manos, a él su pelo rojo. Ella decía que su mirada era profunda; mirarle a los ojos era como asomarse a un balcón. El la consideraba trabajadora, limpia y sincera. Se querían de una forma tranquila. No les imagino con mariposas en el estómago y pájaros en la cabeza.

La primera vez que mi padre llevó a mi madre a casa, Leticia la examinó con detenimiento. Mi madre dice que con descaro. Mi abuela quería lo mejor para su hijo. A Leticia no le interesaba saber si sabía planchar, cocinar o hacer bolillos, pero sí le hizo algunas preguntas personales. Indiscretas dice mi madre. Para terminar, le preguntó mirándola a los ojos:

  • ¿Seguirías a tu marido al fin del mundo?

Mi madre asintió con la cabeza.

  • El fin del mundo está muy lejos - añadió Leticia.

Luego le contó que mi abuelo se había ido sin ellos.

Cuando acabó la visita mi madre besó a Leticia en la mejilla. Fue su primer beso y uno de los últimos. Leticia les acompañó a la puerta. Sobre la mesa de la salita quedaban tres tazas con restos de café, las miguitas de unas pastas azucaradas y unas expectativas difusas. Ya en la calle, mi madre respiró el aire fresco de diciembre con ansia. Se agarró del brazo de mi padre y caminaron en silencio. A mitad de camino, sólo por educación, dijo: tu madre parece una buena persona.

Al volver a casa Leticia comentaría a mi padre: las mujeres de pelo rojo traen mala suerte.

Las cosas de la abuela

Mi abuela Leticia había deseado tener muchos hijos pero Dios la había castigado y sólo le había dado uno, mi padre. Ella soñaba con una casa ruidosa y soleada, pero mi padre había sido un niño débil que jugaba sin hacer ruido y se reía pocas veces. En su casa el sol sólo entraba a última hora de la tarde, cansado, sin fuerza, y en invierno eran pocas las veces que un rayito se colaba en la cocina. Tampoco el abuelo había sido como ella había imaginado. Se escapó con él, se casaron a escondidas, tuvieron un hijo y un buen día él desapareció. Se lo tragó la tierra. Sólo a los cobardes se los traga la tierra. Nunca he visto que eso le ocurriera a un hombre cabal, a un hombre con los dos pies en el suelo, decía la abuela.

Pero a pesar de todo esto, la abuela Leticia no era una persona triste. Al contrario, habitualmente una sonrisa bailaba en sus labios y no era difícil hacerla reír. A la vez era una mujer misteriosa, con palabras secretas que nadie entendía y creencias un poco extravagantes que mi madre censuraba. Se pasaba tardes enteras mirando cositas que guardaba en un caja de latón. Coleccionaba estampas de la virgen, cordones viejos, hojas secas, una llave hueca que limpiaba de cuando en cuando con mucho cuidado, una bolita dorada, unas fotos antiguas de antepasados míos muy feos y unos recortes de periódicos amarillentos en los que apenas se podía leer nada.

  • ¿Y esto qué es abuela? –le preguntaba.

Y ella me contaba historias muy bonitas.

  • Este cordón –decía- pertenecía a los zapatos que llevaba puestos el día que me escapé.

  • Esta bolita se cayó de la cama el día que di a luz a tu padre...

Y así se pasaba la tarde, hablándome de lugares que yo no conocía, de personas ya muertas, de historias ya olvidadas.

La guerra

Cuándo empezó la guerra, es difícil de determinar. Hay guerras que suceden en un período de tiempo, pero la naturaleza de las mismas es eterna. Quizás esta guerra existía ya, desde que el mundo es mundo, antes de que mi padre conociera a mi madre, antes de que mi abuelo abandonara a mi abuela, antes de que mi madre sintiera que Leticia me arrebataba de sus brazos. Era una guerra antigua: la batalla del querer, la lucha de los sentimientos...

Aunque el piso era bastante grande para las dos, aunque habitaban zonas bien definidas, ellas mantenían un enfrentamiento silencioso. Los territorios comunes eran los mejores para plantar bombas, efectuar emboscadas, espiar al enemigo. La abuela dejaba el suelo del baño perdido de agua cuando se bañaba. Y lo hace aposta, le decía mi madre a mi padre. Porque la abuela era muy limpia y cuando ella no estaba bien que lo secaba. Yo no soy la criada de nadie, decía mi madre. ¿Me has oído? Le preguntaba a mi padre que siempre había tenido un oído excelente. De nadie...

Y la abuela, cuando buscaba sus delantales, su toquilla o sus tupidas medias negras, comentaba:

  • Yo creo que me las esconde, hijo.
  • ¿Cómo te las va a esconder?

  • Sí, como aquellas zapatillas que me tiró a la basura.

  • Estaban rotas, madre.

  • Con la de paseos que me había costado tenerlas así.

El amor de Leticia por mi padre chocaba con el de mi madre. Era un choque violento, dañino y destructivo.

El amor de Leticia por mí, hacía que mi madre girara sobre sí misma, volteara, rodara, se buscara y no se encontrara. Ella era la madre, pero su hija, yo, no la reconocía y, a veces, la miraba como si se tratara de una extraña.

Qué paradoja el ser pero no sentir lo que se es. Tanta como sentir lo que no se es. Vivir una ilusión. Si tuviera que elegir, me quedaría con la segunda opción.

El abandonado

Dicen que lo que más teme un niño es verse abandonado. Yo hago extensible la frase a adultos y mascotas. Nos sabemos dependientes, necesitados de cariño. Cuando alguien nos abandona, se lleva algo nuestro: un pedazo de nuestra autoestima, un poco de nuestro orgullo y un trozo de nuestra alma arrancada de cuajo, sin anestesia. Nos dejan el dolor, el pesar, la sospecha, la culpa y unos cuantos recuerdos que, al principio, acuñamos en nuestra memoria para no olvidar. Los mismos que, tiempo después, nos esforzamos en borrar.

Si el padre de mi padre se hubiera muerto, todo habría sido más fácil. Sus familiares le habrían secado las lágrimas con un gran pañuelo blanco. Habría podido hundir su cabeza en el pecho mullido de mujeres que apenas conocía y que abrazándole le habrían consolado de su desgracia. Habría llevado un luto temporal, un trajecito de tergal negro que Leticia le habría puesto los domingos para ir a misa. Y lo que es más importante, habría podido mantener su amor hacia él. En cambio tuvo que esconderlo, taparlo, pisotearlo, asfixiarlo, convertirlo en odio.

Recordaba las largas noches cuando, despierto en la oscuridad, esperaba escuchar el crujido de unas pisadas que volvían arrepentidas. Las tardes perdidas mientras observaba a lo lejos a su madre que paseaba arriba y abajo, escrutando, ella a su vez, el horizonte.

Esperar como un acto de desesperanza que se convierte en humillación.

Soñar que la realidad es sólo un sueño y tiene un final feliz.

Anhelos de recomponer su vida que se estrellaban ante un muro de confusión.

  • ¿Ha sido culpa mía? - preguntaba el niño.

Y sólo el silencio le respondía.

El duende

A veces me imaginaba al duende perverso y malhumorado que había encantado a mi madre. La había tocado con su varita mágica y había pronunciado un embrujo:

  • Nunca podrás decir lo que piensas porque tu lengua no te obedecerá –había sentenciado el duende maligno, buen conocedor de las miserias humanas.

Y la maldición se había cumplido. Si mi madre quería decir algo cariñoso, si quería ser amable, el duende enano la pinchaba con un tenedor y a ella se le escapaba un reproche.

  • Por qué vienes tan tarde –decía- Cada día vienes más tarde... ¿Crees que es divertido estar todo el día sola?

  • No estás sola... –respondía mi padre- . Está mi madre. Y la niña...

  • Es como si estuviera sola - escupía mi madre.

Yo miraba a un lado y otro; buscaba al duende pero nunca conseguía verlo. Quizás entre sus poderes estuviera desaparecer ante los ojos humanos. Estaba seguro de que había estado ahí en ese momento. Cuando mi madre iba a decirle a mi padre que le gustaría tener una mejor relación con nosotras pero que no sabía cómo hacerlo, el duende le había tirado del pelo. De ahí el gesto de desagrado de mi madre. Como si de las cañerías procediera un repentino olor putrefacto.

Era difícil hablar con mi madre.

También era difícil vivir con ella.

Quizás era ese encantamiento, el no poder expresar lo que sentía, lo que le provocaba ataques de angustia. Siempre tenía que hacer algo. Incluso cuando comía, lo hacía con rapidez, como si deseara acabar lo antes posible para fregar lo antes posible y así hacer un poco de punto lo antes posible y merendar un café con una magdalena lo antes posible y preparar la cena lo antes posible para poder ver la tele lo antes posible y así acostarse lo antes posible para levantarse al día siguiente lo antes posible...

Al margen de ese proceso acelerado que era su vida, nosotras, Leticia y yo, dejábamos pasar las horas. Rebuscábamos en la cajita, mirábamos por la ventana o peinábamos a mis muñecas. No teníamos prisa para nada.

El tiempo jugaba en nuestra contra: yo crecía y Leticia menguaba.

El pueblo imaginado

A diferencia de mi abuela, mi padre y mi madre nunca hablaban del pueblo. Cuando lo abandonaron, ellos decidieron no mirar atrás. Leticia, en cambio, me lo describía con cariño. Imaginaba sus calles, su oscuridad, sus silencios.

Una plaza con una fuente de seis caños, con un azulejo de una virgen pintado de colores, un poco infantil.

Una iglesia pequeña y oscura con bancos de madera y una sola campana.

Una casita humilde en un cortijo. Un cuartucho donde duermen mis abuelos y mi padre.

Una perra obediente. Muchas ovejas que tienen nombres como Luna o Simiente y un olivo centenario.

Las huellas de mi abuela que habían ahondado un camino mientras paseaba esperando a mi abuelo.

Un bosque próximo al cementerio, donde dicen que hay espíritus colgados de los árboles.

Nunca quise visitarlo. Temía llegar allí y encontrarme un pueblo pobre y triste. Un decorado ajeno a mis fantasías.

Los fantasmas

Mi abuela Leticia decía que los fantasmas rondaban algunas noches por el pueblo. Los fantasmas recorrían las calles oscuras y cuando oían algún ruido o creían que alguien se acercaba se pegaban a las paredes de las casas. Su atuendo se confundía con la cal blanca.

  • ¿Pero no asustan a las personas soplándoles su aliento helado en el cuello? –le preguntaba yo desilusionada.

  • ¿Por qué no se aparecen en el momento en que las nubes cubren la luna y acarician con sus manos muertas a sus víctimas? –insistía desconcertada.

¡Vaya fantasmas! Había cierto patetismo en aquellos fantasmas asustadizos. En lugar de mover pesadas cadenas o emitir lamentos capaces de helar la sangre, estos fantasmillas se pegaban a la piedra como ratoncillos blancos, temerosos de los extraños.

Mi abuela decía que en una ocasión se encontró uno y el fantasma se asustó tanto que le tiró una piedra para que no se acercara.

  • Abuela ¿no serías tú la que tiraste la piedra? –le preguntaba yo incrédula.

Pero Leticia juraba y perjuraba que no. Que fue el fantasma...

Las cartas

La abuela recibía todos los meses una carta. Se trataba de un sobre de papel basto, con un sello un poco torcido y la dirección escrita con una letra grande, de gigante torpe, un poco inclinadas las letras y las palabras torcidas, hacia abajo. La carta contenía una hoja de papel de bordes irregulares, arrancada de un libreta. Si se observaba bien su letra tenía algo de insecto alado, sobretodo las eles que se abrían como las alas de las hormigas voladoras. La carta iba dirigida a la Señora Leticia. Remitente: Aurelia. Era la amiga de la abuela.

Leticia decía que Aurelia era una mujer grande, con un corazón que no le cabía en el pecho. También decía que cuando pasaban hambre y ella no tenía qué comer, Aurelia le daba la mitad de su comida. Eso era una amiga y lo demás eran monsergas.

Las cartas siempre decían: “Querida Leticia, espero que os encontréis todos bien. Nosotros quedamos todos bien a Dios gracias”. Luego solían continuar con una descripción de achaques y una relación de gente que estaba enferma o que se había muerto. Eran cartas muy aburridas pero Leticia me pedía que se las leyera una y otra vez. Ella había perdido mucha vista. Ya casi no podía leer, ni siquiera las letras aladas de Aurelia...

Una vez al mes Leticia me dictaba una carta que siempre empezaba: “Querida Aurelia, espero que os encontréis bien. Nosotros quedamos bien a Dios gracias”. Y entonces la abuela preguntaba por las personas que ella conocía que seguro que estaban enfermas o se habían muerto.

A mí estas cartas me parecían un rollo pero a Leticia le encantaban y las guardaba atadas con una cinta azul.

Años después mi padre me confesaría que Leticia no sabía leer. Era uno de sus muchos secretos que no quiso compartir conmigo.

La comida

La cocina de mi casa era grande y acogedora. Cuando mi madre cocinaba los cristales de la ventana se empañaban y el vapor se columpiaba de sus gafas. Era como estar dentro de una nube. Dicen que, por el olor de una casa, se sabe quien vive en ella. La mía olía a legumbres: garbanzos, lentejas, judías... Alimentos que mi madre cocinaba con más afán que esmero. Leticia también cocinaba a veces; entonces mi madre se iba a ver la tele porque si no discutían todo el rato. Yo siempre le pedía que hiciera torrijas. De miel.

La mesa en la que comíamos era rectangular y en ella nos sentábamos mi padre, frente a mi madre, y mi abuela en frente de mí.

  • Hemos tenido una inspección de Trabajo –decía mi padre.

  • Ha llegado el recibo del agua –decía mi madre.

  • Estoy perdiendo vista, veo menos que un pez frito –decía mi abuela.

  • Estoy harta de comer garbanzos –decía yo.

Cuando había de postre natillas, todos decíamos: Qué rico...

El día que mi abuela y mi madre habían cocinado, mi padre comía dos veces y no dejaba nada en el plato para que ninguna de las dos se molestara. Mi padre era una persona triste pero diplomática.

Mi padre, a veces, tomaba bicarbonato a escondidas. Los temas relacionados con el cariño le afectaban al estómago.

El corazón de la madre

Mi madre se sentía estafada. Su vida era como un puzzle en el que encajaban todas las piezas, pero cuya resolución no le producía placer alguno. A veces tenía la sensación de que su vida era un ensayo, por eso no ponía todo el empeño, reservándose para el estreno. Un estreno que nunca llegaba.

Mi madre quería a mi padre. Y me quería a mí. Pero no era feliz porque su amor no se desarrollaba, vivía atrapado en un bote de conserva. Ese amor estrangulado no podía respirar, pasear, mirar las nubes arrastradas por el viento, la luna reflejada en un charco. No sabía lo que era la música, caminar sin prisa, dejar que las hojas del otoño nos cubran los zapatos. Acariciar un gato, permitir que nos lama con su lengua rasposa, sin pensar en si está vacunado.

Su cariño era un cristal, un trozo de hierro o una pelusa de polvo que, por mucho que barriera, siempre se escondía detrás de la puerta. Una pelota de goma que rebotaba de superficie en superficie, sin poder predecir su camino. Un globo que se desinflaba sin remedio. Un columpio que, si no se empuja, acaba por pararse.

A veces era capaz de abrir una puerta y las tensiones desaparecían. Me sentaba entonces en una silla y me peinaba. Me hacía dos trenzas y las ataba con una cinta de color rojo.

  • ¡Qué guapa estás! –me decía y me besaba en la mejilla.

En esos momentos parecía feliz.

Cuando Leticia me veía con las trenzas, preguntaba: a tu madre ¿qué mosca le ha picado?

La enfermedad

Al principio se trataba de pequeños detalles, de despistes, olvidos que no tuvimos en cuenta. Yo incluso me reía, no sabía si nos tomaba el pelo o si es que ya había empezado a “chochear” como decía mi madre. No es cruel reírnos de las desgracias, a veces es la única forma que tenemos de afrontarlas.

El médico le diagnosticó una enfermedad de nombre impronunciable que mis padres reconocieron como “falta de riego”. A mí aquellas palabras me hacían pensar en una enfermedad vegetal, en una planta que se secaba sin remedio. Y algo de eso había.

En poco tiempo las cosas cambiaron. Ahora, cuando mirábamos la cajita, era ella quien preguntaba y yo quien le contaba historias. Me las sabía de memoria aunque a veces me las inventaba. Ella no se daba cuenta; así podía disponer de su pasado y cambiarlo. Era libre de hacer justicia, de borrar aquello que no me gustaba.

  • Vivías en un pueblo, en el sur - le contaba- . Tenías ovejas y un perro. Papá se quedó sin trabajo y los cuatro nos vinimos a vivir a esta ciudad. A ti no te gusta; no conoces a nadie y hace dos años que no sales a la calle. Echas de menos el pueblo y al abuelo. El murió en la guerra. Le estalló una granada en las manos. Antes de morir pronunció tu nombre: Leticia, dijo, me muero. Nuestro amor es tan grande que no nos podrá separar la muerte, fueron sus últimas palabras, en su agonía entre los brazos de otro soldado.

La abuela sonreía. Emocionada.

  • Tu abuelo era un gran hombre - me decía satisfecha.

Un día, cuando me acerqué a su cama llevándole el desayuno, me acarició el pelo con la mano y me preguntó: ¿quién eres pequeña?

No supe qué contestar. Se me cayó la bandeja y la leche empapó la alfombra de color tostado.

La muerte

El día que murió Leticia el sol brillaba con fuerza y levantaba reflejos en los retrovisores de los coches. Siempre había imaginado un día gris, de nubes densas, de humedad en los huesos. Recreaba esa idea infantil de que con la lluvia el cielo llora. Pero ese día de verano hizo un calor tremendo y las barandillas ardían como calefacciones y las mujeres iban a la playa con vestidos de colores y niños de la mano. La vida seguía su curso.

Leticia murió por la noche, entre sueños, sola. Mi madre no quería que viera el cuerpo, me sostenía por los hombros para protegerme de lo irremediable. Me solté y me acerqué a la cama. Tenía la boca entreabierta. Estaba fría. Observé durante largo rato el cuerpo deshabitado.

El entierro fue esa misma tarde, rápido, porque con el calor los cuerpos aguantan poco. El sol resplandecía sobre las cruces blancas de las tumbas pobres, sobre el mármol de las poderosas. Yo llevaba una gorra amarilla de jugador de Baseball. Mi madre me dijo que era poco serio pero no me la quise quitar. Permanecí toda la ceremonia con mi gorra y un rictus de enfado en mi cara. Era un acto de rebeldía, no contra mi madre, sino contra la muerte.

Observé el agujero que habían excavado. El suelo estaba seco y duro a causa de un verano y una primavera sin lluvias. Antes de irme cogí un pedrusco de barro seco. Lo deshice entre los dedos. Quería conocer la textura de su nuevo hogar.

La vuelta a casa. Un dolor sordo que se anuncia. Que todavía no ha atacado. Que acecha como un animal...

El duelo

No podía probar bocado. Tenía un nudo en el estómago. Andaba sonámbula. Hacía mucho calor pero yo llevaba puesto un jersey. Tenía la sensación que precede a la tormenta, cuando se levanta el aire y baja de golpe la temperatura. La amenaza. Tensión. Cristales que pueden estallar... Mi madre y mi padre me observaban a distancia. No se atrevían a acercarse a mí. Les daba miedo mi reacción. A mí también me daba miedo.

Yo no quería compasión ni buenas palabras. Sabía que tarde o temprano iba a estallar y la espera era larga y penosa. Era un animal herido. Los animales heridos son peligrosos. Veía la silueta de mi madre por el quicio de la puerta. Esperaba. Esperaba a que yo explotara para recoger mis despojos. Veía la tristeza en la boca de mi padre, por la pérdida de su madre, pero sobre todo miedo. Por mí. Quería decirles que no pasaba nada. Que me dejaran paz. Pero si abría la boca ¿quién sabía lo que podía salir de ella? Continué en silencio para que la serpiente que tenía dentro no hiciera daño a nadie.

La segunda noche sucedió. El dolor me agarró de los pelos, me agitó, me golpeó contra la pared, me puso de rodillas. Grité, con más fuerza de la que puede tener una niña de nueve años. Lloré un embalse. Abrí la cajita para así hacerme más daño y poder curarme. Pasaron algunas horas. Luego caí extenuada. Dormí el sueño de los justos.

Por la mañana encontré a mi madre esperándome. Había pasado la noche sentada junto a mi puerta en el pasillo. Tenía un aspecto horrible. Parecía muy cansada. Todas las palabras que había pensado durante la noche, su discurso tan trabajado, se le habían olvidado. Entonces, al verme, me estrechó entre sus brazos. Fue el abrazo de un oso, torpe, torpísimo. Me retuvo contra a ella como si no fuera a soltarme nunca. Y por primera vez fue ella la que terminó el abrazo, la que empezó a relajar los músculos cuando le vino en gana, porque ya no estaba Leticia para cortarlo.

Desayunamos con mi padre. Tomamos tostadas con mantequilla y mermelada. La radio de fondo. Mi padre miraba a mi madre. Mi madre me miraba a mí. Yo les miraba a los dos.

  • Hay que poner las cosas en su sitio - dijo mi padre con calma- . Somos una familia.

Era el principio de otra era. Pero no iba a ser fácil.

El pueblo

Tuve que visitarlo. Algo me llamaba, me exigía poner las cosas en su sitio, hacer justicia a vivos y muertos.

Como había temido era feo y triste. No reconocí ninguno de los espacios soñados. No sólo el pueblo había cambiado; yo también había crecido. Habían pasado varios años desde que Leticia había muerto.

Llegué dispuesta a escuchar historias que nadie me había querido contar.

Un familiar lejano, hablador y dicharachero, tiró del hilo de la madeja del pasado. Me contó que al nacer yo casi me llevo a mi madre por delante. Fue un parto largo y duro. Casi tres noches y dos días de esfuerzos, sudores y gritos. No podía salir. El médico no sabía que hacer. Cuando mi padre le vio rezar, se llevó las manos a la cabeza y se mesó los cabellos. El cuerpo agotado de mi madre, que había tardado tantas horas en abrirse, empezaba a cerrarse. Cuando parecía que no había nada que esperar, nací yo. Era un milagro; estábamos las dos vivas.

Mi madre estaba exhausta y los problemas de salud empezaron. Tuvo una infección importante. Luego vinieron las fiebre maltas. Deliraba. Pasaban los días. A veces olvidaba que yo existía; pensaba que había muerto en el parto. Entonces lloraba con desconsuelo. Mi padre pasaba las noches y los días junto a ella. Perdió su buen color de piel y el trabajo. Lo importante es que te pongas bien, le decía a mi madre.

Los brazos de Leticia fueron los primeros en acogerme. Su mejilla contra la mía. Su dedo en mi boca cuando lloraba. Su mano sobre mi espalda, recorría y contaba mis costillas. Como un patito fijé mi impronta en Leticia.

La primera vez que mi madre me acunó entre sus brazos yo ya tenía casi dos años. No reconocí ni su olor, ni su voz, ni su tacto. No recordaba el tiempo en el que había vivido dentro de ella; cuando su alimento era el mío, su aire el que yo necesitaba y su voz la que cantaba para mí.

Era mi madre pero no lo sabía. Por eso lloré y Leticia acalló mi llanto.

El secreto

No podía dejar de visitar a Aurelia, la fiel amiga de Leticia. A pesar de tener más de noventa años era una mujer grande y fuerte como un armario. Me estampó dos sonoros besos en las mejillas y me ofreció unos almendrados y un vaso de leche.

  • Tienes los mismos ojos de Leticia, que en paz descanse –dijo- . Gracias a Dios no has heredado nada de él –añadió.

Supe con certeza que se refería a mi abuelo.

No tuve que insistir mucho para que me hablara de él. Me llamó la atención la familiaridad con la que le nombraba. Intuía una cierta proximidad que no concordaba con su condición de desaparecido.

  • ¿Está vivo? –pregunté.

  • Claro –contestó Aurelia.

Estas dos sílabas me dieron como un dardo en la frente. Todo el mundo sabía donde vivía el abuelo. Era un secreto a voces. Leticia lo había sabido, pero lo ocultó como un pecado, creo que para proteger a mi padre. Mi padre también lo sabía pero pensó que sería un motivo de sufrimientos para Leticia y calló. Todos guardaron silencio para tapar la historia más vieja del mundo.

Mi abuelo abandonó a Leticia y a mi padre por una mujer mucho más joven que él. Una niña dirían las malas lenguas. Ella no vivía en el pueblo pero venía de vez en cuando a visitar a su tía. Aurelia recordaba sus grandes ojos negros y su pelo largo que bailaba sobre su cintura. Su risa fácil, una ligera cojera y un vestido rojo de volantes. Me cuesta entender lo que hizo. No puedo pensar en él sin censurarle. Se volvió loco de amor, dice Aurelia, y piensa que esa explicación es suficiente.

  • Tu abuela sospechaba algo - me contó Aurelia- . Él siempre estaba ensimismado, en otra cosa. No comía. Cuando un hombre deja de comer, mal asunto. Leticia decía que en su cama hacía frío. Cuando ponía sus pies sobre los de tu abuelo, él los retiraba. Empezó a salir de casa por las noches. Utilizaba el viejo truco de los fantasmas, se escondía bajo una sábana blanca para que no le reconocieran y así acudía a sus encuentros. Aquella situación era insostenible y a los pocos meses él desapareció.

Recordé los fantasmas, aquellos fantasmas cobardes de mi infancia.

La ira me dominó. Quise conocerle y arañarle la cara.

El abuelo

El autobús recorría carreteras vacías, dibujadas entre campos polvorientos. Sólo éramos tres pasajeros; dos jubilados que iban en busca del sol y yo que pretendía sacudirme los retazos del pasado, todavía pegados a mi piel. Me bajé en un pueblo de casas blancas, donde parecía que el tiempo se hubiera detenido. El reloj de la iglesia no funcionaba y un perro bostezaba tumbado en el suelo. Una familia de moscas sobrevolaba la cabina telefónica.

En un patio pequeño, bajo una vid que había tejido un techo vegetal, sentado sobre un taburete desvencijado, un hombre viejo observaba las gallinas. Tenía un aspecto descuidado: la ropa desaliñada, las manos de tierra. No tenía dientes. A sus pies reposaba un cayado que habían arañado los gatos.

Las ganas de hacerle daño habían desaparecido. Sólo me quedaba una sensación de vacío, un kilo de sin sentido, como si el viaje hasta allí no hubiera merecido la pena. Me senté en un taburete próximo, con un poco de asco, y evité pisar la mierda de las aves. Entonces surgió de mi interior, como una erupción volcánica, una avalancha de recuerdos.

Le conté a ese viejo espantapájaros mi amor por Leticia, a quien él abandonó. A quien él hizo daño.

Le conté cómo era el rictus de mi padre al intentar sonreír. Su boca se abría en una herida porque él le había robado la sonrisa.

Le hablé de mi madre, a la que el destino le dio la espalda y la transformó en alguien que no era ella misma.

Le hablé de mí, huérfana de abuela, y antes aún huérfana de madre y de padre porque nunca les tuve como tales.

El viejo sonreía, como lo hacen los niños y los locos, sin sentido. Cuando me levanté para irme me dijo adiós con la mano, como un idiota. Le di la espalda y me volví buscando mi camino.

Mi abuelo era sordo desde hacía cinco años pero, entonces, yo no lo sabía.

El reencuentro

Tenía que esperar dos largas horas hasta el próximo autobús. Me senté en la raquítica parada y mientras el sol me hacía ver espejismos, volví a escuchar las historias que me habían contado. El parto. La enfermedad. Mi amor por Leticia me había impedido mantener, incluso después de su muerte, una buena relación con mi madre. Una frialdad absurda se me había incrustad en los huesos... De repente me sentí cruel y supe que el maldito duende me había encantado a mí también. Había jugado conmigo. Me había hecho creer que el cariño es limitado. Qué estúpida había sido... Sin darme cuenta me había dejado atrapar, igual que mi madre, y me había convertido en alguien incapaz de abrir su corazón, de mirar más allá de mis propias narices...

Me levanté con torpeza y caminé sin ganas hacia la cabina. Las moscas revoloteaban sin descanso. Las espanté y cogí el auricular. Marqué el número de mi casa. Jugueteé con el cable del teléfono y al sentirlo entre mis dedos reconocí mi antiguo cordón umbilical, aquel que hasta ese preciso momento había ignorado.

Escuché el sonido del teléfono e imaginé a mi madre que caminaba por el pasillo con sus zapatillas viejas. Su cuerpo menudo. Ella también se hacía mayor. Quizás un día se pareciera a Leticia...

Alguien descolgó el teléfono en la distancia.

  • ¿Diga? –preguntó mi madre. Reconocí el tono bajo de su voz.

  • Mamá... –dije con un hilo de voz.

No pude pronunciar ninguna palabra más. De repente sentí un nudo en la garganta. Las palabras quedaron atoradas, atropellándose unas con otras. Mi madre preguntaba una y otra vez quién estaba al otro lado; no había sido capaz de oír mi voz...

Colgué el teléfono y volví al asiento metálico de la cabina. Las lágrimas me corrían por las mejillas. Era extraño. Aquel sol temible, aquel paisaje agreste, la soledad infinita y sin embargo, aquel extraño reencuentro con mi madre. Algo había sucedido. Al enganchar mis dedos en el cordón del teléfono había roto el encantamiento del duende, como sucede en los cuentos cuando un gesto pequeño destruye una maldición enorme.

Poco a poco, me dije. Despacio. El cariño es un animal salvaje. Tenemos que domesticarnos. Sentarnos una al lado de la otra y acostumbrarnos a nuestras presencias. A nuestros silencios. A nuestros olores. Aceptar las pequeñas caricias. Reconocer los anhelos. Hacernos un regalo, pequeño, que nos emocione... Ahora que el duende se había ido sería más fácil.

Y, de repente, supe que aquel extraño círculo que había sido mi vida hasta ese momento se cerraba. Casualmente allí, en ninguna parte, bajo aquel sol de justicia, mientras esperaba un maldito autobús de línea...

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