Vuelve a nuestras pequeñas pantallas Gran Hermano, la decimocuarta edición, que se dice pronto. Y vuelve, como siempre, cargado de los ingredientes más habituales que lo acompañan, mucho morbo, personajes que darán que hablar, una importante campaña publicitaria y la certeza de que es una apuesta televisiva segura.
Sobre este reality se han escrito ríos de tinta, y seguirá dando que hablar, para ello está la incombustible Mercedes Milá y su equipo, que durante las próximas semanas agitarán el "cocktel rosa" de nuestra televisión y nuestras tertulias.
Que el programa es un éxito no lo puede negar nadie, pues un formato que edición tras edición ronda el visionado de uno de cada cuatro espectadores, siempre siendo cautos, es un éxito rotundo desde el punto de vista del negocio televisivo. Lo curioso, lo que me gustaría abordar aquí, es si realmente ese cuarto de la "población televisiva" que ve Gran Hermano edición tras edición, semana tras semana, gala tras gala, luego se traslada a la vida real.
Si preguntas entre la gente que una tarde cualquiera pasea por las calles de cualquier ciudad española, te costará, quizás, encontrar a uno de cada cuatro viandantes que reconozcan que ven el programa. ¿Cómo puede ser eso? Si tan profundamente ha calado el programa en el espectro televisivo, ¿cómo puede luego, a pie de calle, tener menor impacto? Quizás, y ahora me aventuro a conjeturar, es que una cosa es lo que uno ve en su intimidad, y otra muy distinta lo que reconoce que ve de cara al público.
Muchos son los críticos de un programa como Gran Hermano, cuya mayor aportación a la cultura española ha sido...espera, no ha habido aportación alguna a nada que no sea el papel couché. Pero tiene éxito, y lo ve un número ingente de personas, que sin embargo, quizás por la presión social del "¿qué dirán?", prefiere callar y no reconocer sus gustos televisivos, que por otra parte, son tan respetables como los de cualquier otro.
Tal vez la sociedad sea más sugestiva sobre los individuos de lo que nos gustaría reconocer, quizás haya un gran hermano omnipresente, llamado opinión pública, que coarta a muchos telespectadores del programa. Quizás ahí esté su mayor virtud, lo que hace que más gente lo vea; que quedan al desnudo todas las opiniones, todas las bajezas y grandezas del ser humano, al descubierto, como liberándonos de nuestros propios demonios, y viéndose reflejado en ellas, uno se siente más liberado, aunque sólo sea un rato viendo la tele.
De un modo u otro, acertada o no la reflexión, algo les puedo asegurar, esta edición tendrá tanto éxito como la primera, sino más.